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¿Para qué o para quién debemos conservar la biodiversidad?

Por Leonardo González Galli
Investigador asistente de CONICET. Sus estudios se basan en los factores que influyen en los procesos de aprendizaje y de enseñanza de la teoría de la evolución biológica y desarrollo de propuestas de enseñanza innovadoras.

Una mirada evolucionista sobre el debate entre el antropocentrismo y el biocentrismo

En general, los objetivos del conservacionismo parecen claros, y pueden resumirse en la pretensión de reducir la pérdida de biodiversidad causada por la actividad humana. Ahora bien, ¿Para qué conservar la biodiversidad? En principio, esta pregunta puede resultar un tanto desconcertante; ¿Es realmente necesario preguntar por algo tan obvio? ¿No es evidente la respuesta?

El punto es que hay diferentes respuestas a esta pregunta, y que las respuestas a las otras grandes preguntas en relación con la conservación, a saber, qué y cómo conservar, dependen en gran medida de qué respondamos al para qué. Las posibles respuestas a esta pregunta son diversas, pero pueden agruparse en dos grandes categorías que suelen denominarse “antropocentrismo” y “biocentrismo”. Brevemente, las posturas antropocéntricas sostienen que debemos conservar la biodiversidad porque nuestra (nos referimos a la especie Homo sapiens) subsistencia y bienestar dependen de la existencia de ecosistemas diversos y saludables. Las posturas biocéntricas, por su parte, sostienen que debemos conservar la biodiversidad porque cada criatura tiene derecho a existir, con independencia de si tiene o no algún valor para nosotros.

De acuerdo con la primera perspectiva las demás especies solo tienen un valor instrumental (valen en la medida en que nos sirven a nosotros los humanos), mientras que de acuerdo con la segunda cada especie tiene un valor intrínseco.

¿Se basa el movimiento conservacionista en una perspectiva antropocéntrica o biocéntrica?

Siendo este movimiento amplio y heterogéneo, sucede que diferentes actores parten de diferentes supuestos filosóficos. Sospecho, sin embargo, que la mayoría de quienes se reconocen como conservacionistas dicen también adherir a una filosofía biocéntrica. En cualquier caso, la postura biocéntrica parece dominar el discurso público de buena parte del conservacionismo. Ni la adhesión sincera al biocentrismo, ni su utilización en el discurso público, son especialmente sorprendentes considerando que se trata de una postura más “simpática” que el antropocentrismo.
Esta breve nota tiene dos objetivos: invitar a los/as lectores/as a reflexionar sobre los fundamentos del conservacionismo (porque, hay muchos/as conservacionistas que nunca se hicieron estas preguntas…) y sugerir que, a pesar de lo bien que suena, el biocentrismo no es un buen fundamento filosófico ni para el conservacionismo en general ni para el discurso público en particular. Me basaré, para reflexionar sobre estas cuestiones, en una perspectiva evolucionista[1], es decir, de una visión del mundo que se toma muy en serio el hecho de que nosotros, como todas las demás criaturas, somos el producto de un proceso natural de evolución biológica que comenzó hace miles de millones de años.

El evolucionismo contra el antropocentrismo

Uno de los aspectos revolucionarios del evolucionismo es que altera radicalmente el modo de vernos a nosotros mismos como especie en relación con el resto de la naturaleza. En la cosmovisión occidental pre-darwiniana el humano ocupaba un lugar de superioridad moral derivado de la voluntad divina: nosotros, y solo nosotros, fuimos “creados a imagen y semejanza” de dios. El resto de “la creación”, en esta cosmovisión, estaba subordinada a nuestros intereses. Por el contrario, en la cosmovisión evolucionista nuestra especie pasa a ser solo una más entre muchas otras, una rama más del “árbol de la vida” ¿Qué implicancias tiene esta perspectiva para el debate entre las posturas biocéntricas o antropocéntricas? A priori, el evolucionismo parecería correr al humano del lugar de superioridad en el que se situó durante la era pre-darwiniana. En efecto, el evolucionismo elimina automáticamente los “privilegios de cuna”: no somos el producto de ningún acto de creación especial. Así, aunque no excluye la posibilidad de defender otras formas de antropocentrismo, el evolucionismo asestó un duro golpe al antropocentrismo en general y, por extensión, a cualquier programa filosófico o político que, como el conservacionismo, pueda basarse en él.

El evolucionismo contra el biocentrismo

Como toda perspectiva de gran alcance, el evolucionismo ha servido para sustentar posturas diferentes, e incluso antagónicas. Consideremos la siguiente expresión del biocentrismo: “debemos evitar la extinción del yaguareté porque esta especie, como todas las demás, tiene un derecho intrínseco a existir”. Como ya señalamos, declamaciones de este estilo resultan inevitablemente simpáticas. Sin embargo, desde una perspectiva evolucionista alguien podría señalar que el yaguareté se extinguirá de todos modos, hagamos lo que hagamos nosotros los humanos. Es que, de hecho, el registro fósil enseña que todas las especies terminan extinguiéndose. Este destino fatal se debe a que, más tarde o más temprano, toda especie enfrenta un contexto ambiental que le resulta insuperable.

Ahora bien ¿Significa lo dicho que no debemos preocuparnos por el yaguareté? Mi respuesta es un rotundo “¡no!” ¡Creo firmemente que debemos preocuparnos por el yaguareté! Pero, y ese es el punto, debemos hacerlo por nosotros, y no por el yaguareté en sí ni por la biodiversidad en general. Aunque es cierto que el yaguareté (y todas las demás especies) terminarán por extinguirse tarde o temprano, este hecho es una verdad poco relevante para nuestras preocupaciones. Esto se debe a una cuestión de escalas temporales: los procesos de extinción y origen de nuevas especies tienen un tempo que se cuenta en millones de años, mientras que nuestras legítimas preocupaciones abarcan períodos de décadas. Así, una reducción drástica del número de especies será una tragedia porque implicará un empobrecimiento severo del mundo que viviremos en las próximas décadas. A largo plazo este efecto será revertido por los procesos naturales que originan nuevas especies. Sí, aunque al lector o lectora le cueste creerlo los humanos no tenemos el poder de terminar con la vida en este planeta ¡Sospecho que atribuirnos ese poder es otra expresión más de nuestra soberbia! Algunas formas de vida sobrevivirán a cualquier desastre ambiental que generemos, y esos sobrevivientes serán la semilla a partir de la cual la biodiversidad se recuperará. El problema es que, como señala el paleontólogo estadounidense Stephen J. Gould, dichos procesos son desesperadamente lentos para nuestras escalas humanas: a los fines prácticos terminaremos viviendo en mundo arrasado. Ese mundo será tan hostil para nosotros que cuando dentro de algunos millones de años la naturaleza alcance un nuevo pico de biodiversidad lo más probable es que nosotros ya no estemos ahí para disfrutarlo. Por lo tanto, no podemos arrasar la biodiversidad confiando en que la naturaleza seguirá su curso, no porque no lo vaya a hacer (¡lo hará!) sino porque lo hará a una velocidad que es irrelevante para nosotros. En síntesis, esta perspectiva evolutiva nos lleva a preocuparnos por el yaguareté, y por la diversidad toda, pero, insisto, no por el derecho intrínseco de esas especies a existir (nuevamente: se extinguirán de todos modos) sino por nuestra supervivencia y bienestar. Esto se debe tanto a razones utilitarias como, por ejemplo, a los llamados “servicios ecosistémicos”, como a razones relacionadas con el valor simbólico y estético: queremos que el yaguareté siga existiendo porque nos parece hermoso, o porque nos parece un símbolo de lo salvaje, de ese mundo primigenio en el que nacimos como especie.

La perspectiva evolutiva nos aporta otra idea original para pensar este asunto. La posibilidad de que sigamos existiendo en un entorno totalmente artificial, en el que no quede casi nada de ese mundo en el que evolucionamos, es una inquietante perspectiva fomentada por algunos adoradores de la tecnología. Sin embargo, se trata de una idea basada en la fantasía según la cual nosotros, a diferencia de todas las demás especies, no estamos adaptados a ningún ambiente en particular. Pero la perspectiva evolutiva nos invita a dudar de semejante idea: evolucionamos como un primate social en las sabanas africanas. Y al igual que los carpinchos prefieren ambientes acuáticos nosotros preferimos ambientes abiertos, con vegetación baja y con alguna fuente de agua cercana. Numerosos estudios muestran que personas de todas las culturas buscan, siempre que pueden, ambientes con esas características. El biólogo estadounidense Edward O. Wilson llama “biofilia” a esa conexión instintiva que tenemos con el resto de la naturaleza. Esto significa que experimentamos como estresantes ambientes demasiado diferentes de ese entorno al que estamos adaptados. Este hecho queda en evidencia por numerosos estudios que muestran las ventajas para la salud de vivir en entornos “naturales”. La mirada evolutiva nos provee, entonces, otro argumento (antropocéntrico) a favor de la conservación: debemos conservar la naturaleza porque una vida humana saludable requiere vivir en un entorno que se parezca lo suficiente a nuestro “hábitat natural”, esto es, al entorno al cual nos adaptamos como especie.

Conclusión sin cierre

Creo que debemos prestar atención a las formas del discurso público conservacionista porque mientras la conservación sea una preocupación de minorías serán modestos los logros a los que podamos aspirar. Debemos lograr que la cuestión ambiental sea parte de la agenda pública, y eso requiere de un discurso claro y efectivo. En este sentido, creo que un discurso antropocéntrico tiene más posibilidades de llegar al público general por dos razones. En primer lugar, porque es conceptualmente más sólido (nos evitamos, por ejemplo, la embarazosa situación de no poder responder por qué, si nos preocupan todas las formas de vida por igual, no nos oponemos a las campañas para erradicar al Trypanosoma cruzy y a su vector, la vinchuca) y, en segundo lugar, porque apela a una legítima preocupación por el bienestar propio.

Este antropocentrismo debería ser “moderado” en el sentido de que no se trata de una restauración del viejo supuesto de que el resto de la biodiversidad existe para servirnos sin restricciones. Desde esa perspectiva estaba justificada, por ejemplo, la caza mayor por mera diversión. Hoy sabemos que esos animales tienen tanta capacidad de sufrir como nosotros, por lo que tales prácticas no están justificadas. Ahora bien ¿Qué prácticas sociales resultan aceptables y cuáles no desde la perspectiva de un antropocentrismo moderado? No hay forma de ofrecer una respuesta general a esa cuestión. Tendremos que analizar caso por caso. Porque todos los intentos de evitar enfrentar las complejidades del mundo real y sus dilemas adhiriendo a grandes principios sacrosantos han terminado mal. El principio general podría ser gestionar el mundo de modo tal que la vida humana (¡la de todos/as lo/as humanos/as!) resulte digna de ser vivida, minimizando el impacto negativo sobre la biodiversidad y el sufrimiento de todas las criaturas sintientes. Pero, como dije, esta no es una receta, no es un manual de instrucciones, sino solo una guía, algo vaga pero útil, para pensar qué hacer en cada caso. Por eso la conclusión de esta nota no es un cierre sino una invitación a repensar los fundamentos del conservacionismo y buscar caminos que aún no están trazados.

[1] Aunque las ideas que expongo en este artículo tienen múltiples fuentes quisiera mencionar dos que constituyen una inspiración directa: La regla áurea: una escala apropiada para nuestra crisis ambiental de Stephen J. Gould (en Gould, S. 1994. Ocho cerditos. Barcelona: Crítica) y Biophilia. The human bond with other species de Edward O. Wilson (1984. Cambridge: Harvard University Press).

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