La Educación Ambiental en la Argentina
Para comprender la realidad de la Educación Ambiental en la Argentina, debemos comenzar presentando brevemente su marco legal regulatorio. Desde la Constitución Nacional, pasando por las leyes nacionales y provinciales, hasta llegar a los diseños curriculares de escolaridad obligatoria (abarcando preescolar hasta fin de secundaria), la educación ambiental tiene un espacio y garantías formales de ocurrir. Este marco resulta alentador y propicio, sin embargo la práctica cotidiana no siempre involucra aspectos significativos de lo que llamamos educación ambiental. Y esto tiene sus raíces en diversos aspectos, todos ellos vinculados con la Educación, mucho antes de considerar sus contenidos.
Nuestro país se encuentra empobrecido en diversos sentidos, siendo el ámbito del aula parte de esta realidad que la rodea y determina. Señalo, junto a Adriana Puigrós, que las aulas se han transformado en muchos casos en depósitos de niños y jóvenes (¿podemos extender el concepto de Marc Augé de “no lugar” a la escuela? En ellos ya no hallamos sueños y proyectos, sino frustraciones. Es en muchos casos el lugar de encuentro de niños, jóvenes y docentes marginados. En ese contexto la “educación ambiental” podría ser (es) considerada un “artículo educativo suntuario”. Prefiero pensar al conocimiento que podemos adquirir en las escuelas como un bien común. Y considero que la educación ambiental ocupa un lugar central en ese contexto.
La estructura rígida de la institución educativa, sus innumerables regulaciones y reglamentos, el formato y objetivo reproductivista del conocimiento, académico y memorístico no resultan propicios para fomentar el pensamiento crítico de los jóvenes.
¿Estamos acaso formando futuros ciudadanos de un mundo con viejos y nuevos desafíos? ¿Estamos brindando a los docentes el acceso a los recursos materiales y el apoyo institucional indispensables para lograr prácticas educativas significativas? ¿Logramos que los estudiantes puedan manejarse con fluidez en un mundo no sólo de teoría académica clásica, sino también de una verdadera praxis, desarrollando acciones concretas a través del aprendizaje de las destrezas necesarias?
Se plantean los grandes temas ambientales en clases expositivas y pocas veces se llevan adelante experiencias (un “manos a la obra”) significativas sobre estas temáticas. Existen ejemplos de modelos – paradigmas alternativos a esta visión clásica, y diversos emprendimientos en nuestro país con una mirada diferente, pero lamentablemente parece preponderar aún esta visión decimonónica de la educación. Dentro de esta estructura rígida, y a pesar de los cambios en la legislación antes mencionada (dentro de los cuales encontramos el rotundo fiasco de la llamada federalización de la educación que hemos sufrido en la década de los 90, en donde el peso y destino de la Educación pasó del ámbito de la Nación a las provincias), seguimos paradójicamente pensando la problemática ambiental desde y para LA Capital. De manera acorde, la estructura actual de la enseñanza en Argentina no siempre facilita el verdadero diálogo que permita la detección de la problemática que atraviesa a ESE grupo de estudiantes, a esa comunidad en particular. Se baja, literalmente, un contenido sin importar con quién trabajo, ni en dónde me encuentro. Los contenidos que se proponen en la escuela no facilitan esta relación dialógica con el niño y el joven (ni siquiera estamos pensando aquí en las necesidades, desafíos y dificultades que encuentran los docentes). Encontramos este mismo sesgo en el mantra de la educación ambiental: “Pensar global, actuar local”. Muchas veces, esta postura invisibiliza las necesidades (por no decir urgencias) regionales. Pensemos local… pintemos nuestra aldea (y así pintaremos al mundo).
Encontramos esta misma rigidez en los contenidos conceptuales de la educación ambiental. Seguimos privilegiando un enfoque fragmentado y estanco de los diversos ejes de la problemática (lo que nosotros denominamos el ABC: Ambiente, Biodiversidad y Comunidad humana), en lugar de reconocer, comprender y actuar sobre las relaciones profundas que estos aspectos tienen entre sí. ¿Podríamos acaso pensar la problemática del deterioro ambiental sin vincularla con la pobreza, la salud humana, o la conservación de las especies?
Arrastramos ciegamente la idea de “los niños y los jóvenes son el futuro”. Ciertamente ellos son protagonistas de un cambio posible (y no sólo víctimas del estado de las cosas), y si han quedado relegados a la pasividad, es porque la relación que tienen hoy con el futuro es la de haberlo perdido por arrebato. Negamos en niños y jóvenes sus saberes previos, sus intereses y motivos. Clausuramos en ellos tanto su participación actual como su proyección futura. Pero ¿quiénes podrían señalar con mayor agudeza y sensibilidad esos problemas que los propios chicos? Más aún: ¿quiénes son los actores del cambio?
Resulta inevitable señalar que estamos asistiendo a una época bisagra en temas ambientales. El cambio climático ya derriba ciudades, extingue especies, genera pobreza, mayor marginación, epidemias. Y seguimos planteando la temática ambiental como un “extra” en la educación. De algo nos estamos perdiendo.
Frente al estado de las cosas, lo que no podemos negociar es la esperanza. Transformemos este momento en una oportunidad para generar un cambio positivo. Ese cambio es aún posible. El verdadero desafío de la educación ambiental en nuestro país es sumar miradas, evaluar nuestros recursos, desafíos y dificultades.
Es también no dejarnos ganar por el desánimo y el horror que nos convierte en testigos mudos y paralíticos. Acompañemos a niños y jóvenes en este camino. Estoy convencido que toda acción cuenta, que la verdadera transformación proviene de las grandes y pequeñas acciones que todos podemos llevar adelante. En este contexto, y junto con las demás batallas que deben librarse, permitamos que la educación ambiental ingrese a nuestras aulas y saque a los chicos de ellas, hacia un mundo mejor. Por un mundo mejor.